Es, por muchos motivos, el día de mi cumpleaños una fecha que me desagrada. Afortunadamente, ya ha pasado. Aún arrastro el obsesivo perfume de los recuerdos pero podría decir, sin duda, que lo peor ya ha pasado.
Por si no tuviera bastante, mi madre (que se supone venía de visita para celebrarlo) me dejó plantada y no tuvo ni el detalle de llamarme para avisarme. Los que sí me llamaron, sin embargo, fueron mis amigos (gracias) que ni sé porqué pero nunca me han fallado y eso que saben que yo no lo celebro.
Saben mis amigos que motivos para odiar el día de mi aniversario no me faltan. Ellos mismos han sido testigos de más de un desastre ocurrido en años anteriores coincidiendo con la fecha en cuestión.
Cuando era muy pequeña (ahora soy más grande) solía celebrarlo con uno de mis primos, con el que sólo me llevo dos días y hacíamos fiesta en la terraza con todos mis primos y algún amigo del colegio. Eso se acabó a los once años. Ya los doce no los celebré porque estaba castigada y después, durante la adolescencia, me parecía una tontería lo de la fiesta y me limitaba a correrme una juerga con mis amigos. Además, al ser en verano, prácticamente casi nadie se acuerda de felicitarte y es bastante triste que nadie te felicite en tu cumpleaños. Luego empezaron las casualidades trágicas que coincidían en fecha con mi cumpleaños o cuyas secuelas (a pesar de haber ocurrido en otro momento cercano) siempre impedían disfrutar del momento con paz y alegría.
Siempre me vuelvo trágica por mi cumpleaños. El hombre de mi vida dice que más bien dramática. Bueno, es mi blog y cuenta mi versión (que escriba él el suyo si quiere contradecirme). Digamos que me vuelvo trágica y que me da por acordarme de cosas del pasado, de gente que ha pasado por mi vida y ya no está en ella, como si cada puñetero cumpleaños me obligara a revisitar mi vida como un capítulo resumen de una serie de la televisión. Sólo que más que una serie parece una mala película, alguna versión de algún Almodovar de tercera, con mucho drama y sin parar de reírte, lleno de mujeres trastornadas y de hombres desconcertados, con casas de colores, drogas, sexo y música retro. Y gays, muchos gays...
Me acuerdo sobre todo de los que se han ido para siempre, que precisamente por eso no se van nunca. Me enfado y no les perdono haberse ido a cualquier parte sin invitarme. Y eso hace que a los que se han sido y siguen por aquí, pero fuera de mi vida, les perdone más fácilmente. Porque si algo he aprendido en esta vida es que, cuando no perdonas a los que te hacen daño, tampoco te perdonas a ti. Y eso, para alguien tan rencoroso como yo, es un gran desafío.
Estudié en un internado con monjas católicas (de las que predican la fe cristiana pero luego no la cumplen) y durante años me repitieron frases hechas que se suponía iban a ser el libro de instrucciones de mi vida pero que a la larga me han servido de bien poco. O no, igual es que son como una receta a la que aún no le he cogido el punto. Y cada vez que alguna compañera se obstinaba en solucionar con la manos lo que su cabeza era incapaz de arreglar y "darme una lección" (de esas que no te enseñan nada pero que la gente se ve obligada a regalarme cada vez que abro mi inoportuna e incontrolada boca), aparecía la religiosa de turno con el rollo de poner la otra mejilla.
Durante años he estado convencida de que si te abofetean y pones la otra mejilla, sólo recibes a cambio otra bofetada. No veía gloria alguna en el martirio ni en el sacrificio incondicional. Tampoco en el castigo innecesario. Como buena acróbata, creía en el equilibrio. La justicia es equilibrio. El que la hace, la paga. Ojo por ojo. Igual por igual. El castigo siempre debe ser equivalente a la falta y enseñar algo. Pero no hay falta sin castigo. Con la de bofetadas que me ha dado la vida, necesitaba creer que alguien iba a devolvérselas... Luego pasa el tiempo y las frases hechas cambian, como aquella de que todos los cabrones tienen suerte o que mala hierba nunca muere. Y entonces te das cuenta de que el destino no premia a los buenos y castiga a los malos. De hecho te das cuenta de que no hay nadie tan malo ni tan bueno. Y sabes, con una certeza cruel, que muchas de las ofensas recibidas quedarán sin castigo. Te sientes impotente, ridículo, débil. Te das cuenta de lo frágil que eres, de lo poco que puedes soportar. Te da la impresión de que estás en un ring de boxeo peleando con alguien que triplica tu peso y que el combate esta amañado para que el arbitro no te deje ganar nunca. Y quieres hacer trampas porque sabes que honradamente no podrás ganar. Pero sabes que si lo hicieras serías igual que los que te traicionan y tú no te lo puedes permitir.
Hay que aferrarse a algo. Tiene que haber unas normas, un orden. No necesariamente el establecido, no imprescindiblemente el mismo para todos. Pero no vale todo y cada uno tiene que saber que es lo que vale para sí mismo. Y no sirve de excusa que tus propias normas no coincidan con las de los demás para que no las cumplas. Cada persona es dueña de su voluntad.
Creer en eso me hace muy poco vengativa. Cuando alguien me hiere siempre me planteo qué debo hacer. Y aunque mi espíritu rencoroso siempre está sediento de sangre y destrucción, la que me mira desde el espejo levanta una ceja y me convence de que yo no soy así. Me dice que no siempre es fácil calibrar los daños como para que el castigo sea justo, me dice que a veces el castigo no convierte al ofendido en alguien justo sino en un ofensor. Y yo me trago el orgullo y la vergüenza y pongo mi otra mejilla, dispuesta recibir una infinidad de bofetadas pero consciente de que, el hecho de no devolverla, no me obliga a mantenerme firme sin apartar la cara cuando vea de nuevo la mano acercarse a mi rostro. Me limito a evitar que se repita y confío en que la justicia del tiempo me vengará, aunque rara vez lo haga....
Aún así, todavía hay heridas que no cierran, ofensas que no perdono, ataques que han dejado una huella indeleble. Y sé que al no perdonar a quien me hiere, me castigo a mí misma, arrastrando la huella del rencor que me oscurece el corazón y me enfría el alma. Me vuelvo más cínica, me fío menos de la gente, me implico menos en las relaciones. Cada vez que no perdono la burbuja en la que vivo cristaliza y pasa de ser una pompa de jabón a ser una bola de espejos de discoteca. Menos frágil, menos transparente, más vacía, dejando que los demás sólo vean en mí el reflejo de sí mismos, de lo que ellos quieren ver, sin darse cuenta de que al otro lado de la esfera, la imagen es otra.
Cada vez que no perdono, me castigo. Me castigo por haber recibido una ofensa, como si yo misma hubiera sido responsable de mi dolor. ¿Y acaso no lo soy? ¿No he aprendido todavía a evitar la bofetada de la vida? ¿Acaso creo que me la merezco y por eso me la dejo dar?
Cuando alguien me ofende, evito la confrontación. Mantengo las distancias. Me encojo como un erizo, sin atacar pero defendiéndome. Y trato de perdonar, porque ese es el único modo que conozco de no clavarme mis propias púas.
Hoy me acuerdo como siempre de mi J. y echo de menos su voz grave y sus ojos grises y aquella risa oscura y melancólica. Y me acuerdo de todo lo que compartimos y de todo lo que nos arrebatábamos la una a la otra. Pienso en cómo mi vida cambió al conocerla y cómo mi descenso se convirtió en precipicio. ¡La de locuras que hicimos! ¿y no volvería a hacerlas? Hasta el tiro en la cabeza, supongo, hasta la copa de veneno (hasta la última gota, liebe), hasta el salto al vacío y sin más paracaídas que tus brazos. Y aún a veces me cuesta perdonar su ausencia, de mi vida, de la suya. Y me pongo trágica. Y me vuelvo un poco más loca.
Me han avisado que, coincidiendo con mi cumpleaños, ha nacido en París mi sobrino. Felicitaciones a mi prima y mis mejores deseos para la vida de este recién llegado, a quien deseo que tan ingrata fecha le traiga una fortuna distinta a la mía.
Hoy me acuerdo de los muertos y nace alguien nuevo. Tras la noche llega el día. Post tenebras, lux...