La carga de la Diva

Las aventuras y desventuras de la Diosa Odiosa, vida de milagro, y otras historias de The Eclectic Library...

viernes, septiembre 02, 2005

L'autre

Por no empezar a pintar el techo, he estado moviendo cajas hasta destrozarme la espalda y, cuando ya iba a tirar la toalla, ha empezado a sonar el teléfono. Una antigua compañera de la escuela con la que quedo de vez en cuando que quería quedar para mitad de mes, que quiere que este invierno quedemos más, que la tengo muy abandonada. Todos mis amigos heteros se quejan de lo mismo. Me apetece, la verdad. Y Nus, loca, que me dice que lee este blog y le hace gracia reconocerse y que piensa patalear cada vez que distorsione su imagen porque no es tan buena ni tan mala como la describo. Y yo le explico que esto no es un periódico, que es totalmente subjetivo. Lo que escribo aquí es lo que yo creo, pienso, siento o vivo. Desde mi punto de vista, claro. Hay tantos puntos de vista como acontecimientos...
Ya procuro ser objetiva y no entrar demasiado en detalles y no dar nombres y disculparme por adelantado cuando sé que mucha gente no vaya a estar de acuerdo con lo que escribo.
Me remito a las dos máximas de siempre. Cuando pagas por un libro, puedes elegir si te gusta o no. Leerme, de momento, te sale gratis y no pagas más que en tu tiempo y en el efecto que pueda hacerte. Además, es mi blog y escribo lo que quiero y el que quiera que escriba otra cosa, le remito a que escriba su propio blog.
Como con el chico D. en casa de mi Masajista. Se me hace raro. Cada vez me cuesta más hacer el esfuerzo de ser amable cuando se pone a intentar chantajearme emocionalmente intentando convencerme de que hay más de lo que yo busco. ¿Y dónde diablos estaba Dardo mientras su amigo me come la cabeza? No sé, cada vez me parece más una encerrona, quedar con mi Masajista y tener que encontrarme con el chico D. en su lugar, con sus ojos de Romeo desesperado, cuando yo sólo busco sexo. Al final, acabaré por no quedar tampoco con Dardo y no me haría mucha gracia porque, además de ser un dios del sexo, somos amigos desde hace casi dieciocho años (¿y todavía me aguantas, Dardo?), pero no quiero que me celestineen con alguien a quien me está costando tanto dejar claro que es un mero objeto sexual y que, no sólo no me interesa como pareja, sino que dudo que me apetezca tampoco como amigo. Y es que el chico D. se está poniendo tan pesado que vislumbro rasgos obsesivos y con el imán que tengo para la gente con trastornos mentales, mejor me lo evito.
La Diva me ha traído un petit souvenir y me toca ir a su casa a recogerlo y de paso aprovecha para comerme un poco la cabeza, como siempre. Sólo que cada vez me afecta menos. La piel dura.
Llevo desde el lunes sin saber nada de ella. Y es normal, ya sé que está de exámenes. Y ya sabía que esto iba a pasar, que después de meses sin saber nada, cuando ya me había acostumbrado, al volver a abrir la puerta, cada pequeña ausencia se me hace eterna. Y pienso en ella y en el chico D. y me convenzo de que se me va a pasar, que un día me acordaré de todo esto y me reiré. Una mañana me levantaré, me tomaré mi vaso de leche mientras miro por la ventana para ver si hace buen día y pensaré en muchas cosas, excepto en ella. Y cerraré los ojos y se me escapará una sonrisa de boba al recordar como me siento hoy y lo bien que estaré cuando se me haya pasado.
Aunque yo recuerdo cada amor que ha pasado por mi vida de un modo constante y presente, porque cada persona que pasó por mi vida dejó su huella. Sé que de esta no saldré sin secuelas, sea obsesión, sea capricho, sea lo que sea menos la palabra de cuatro letras que no confieso porque ni yo misma estoy segura de que sea eso. No sé, supongo que es una necesidad pero que a veces es totalmente innecesaria. Como cuando tienes ganas de comer algo en concreto y al no poder encontrarlo en tu nevera (justo cuando las tiendas ya han cerrado) decides que, en realidad, lo que tenías era hambre y no la necesidad de comer eso, y acabas comiendo otra cosa. Y después de comer, ya ni te acuerdas de que era lo que te apetecía tanto.
La que me mira desde el espejo me guiña un ojo. Juntas hemos sobrevivido a cosas peores y sabe que saldremos de esta también. Me dice que hemos estado peor y que, aunque se me tuerzan a veces, aún me quedan un par de sonrisas en la reserva. Me da la palmadita en la espalda, justo cuando sabe que es por su culpa que me he vuelto loca tantas veces. La que me mira desde el espejo me dice muchas cosas (Yo no soy Alicia y no estoy al otro lado del espejo ni esto es el puto país de las Maravillas. Sabes que estoy en ti y sólo tú me oyes y que no soy real aunque para ti lo sea...) y yo intento escuchar sólo las que me hacen fuerte. Pero el hecho de escucharle ya es una debilidad...

Money, money, money...

Leo en el periódico que unos estudios de la U.E. han comprobado lo barato que resulta para los importadores de textiles chinos saturar el mercado europeo. Cifras. Un par de calcetines, transporte incluido, tres céntimos. El año pasado les costaba dieciséis céntimos...
Luego me explica la tendera de mi barrio a la que le compro las pipas y la comida del gato (vale, y también ese chocolate de barra redonda que viene envuelto de forma artesanal en un papel con dibujos de colores...) la brutal competencia que para los comerciantes de cualquier gremio representa el colectivo de inmigrantes chino. Y a mi que me caían bien, ya ves tú...
Me gustaban los chinos porque son inmigrantes invisibles. Bueno, dicho así suena bastante mal (y ya me oigo la charlita de siempre sobre mi supuesta y nunca realmente demostrada xenofobia) pero no me refiero a que yo pretenda que no se vean sino a que son inmigrantes que no molestan...
Vivo en un barrio de colores, saturadísimo de inmigrantes desde los últimos diez años, como mucho. Y ante todo aclarar que yo defiendo como un derecho primordial que cada cual se gane la vida donde pueda. Al fin y al cabo, casi la mitad de mi familia son emigrantes.
Sólo que a veces me descolocan (y si alguien se ofende, que acepte mis anticipadas excusas) con su invasión de mi territorio. Ejemplo uno, la lengua. Mi barrio siempre ha sido un barrio obrero, donde la mayoría de los padres de mis vecinos eran de pueblo o habían nacido en el vecindario (mi abuela, por ejemplo, nació en la calle que le da nombre a todo el barrio), eso quiere decir que se hablaba un castellano coloquial muy influenciado por el valenciano. En las tiendas (me refiero a tiendas de barrio porque cuando yo era pequeña el supermercado más grande sólo tenía siete empleados y no medía más que mi piso) te llamaban por tu nombre y te hablaban en valenciano y te preguntaban por tus cosas. Ahora voy por la calle y no entiendo nada de lo que hablan. Esa mezcla rara de español latinizado de tropecientos países al otro lado del océano, rumano, ruso, árabe, inglés (africano), francés (africano también) y chino. Entro en las tiendas y me cuesta un horror hacerme entender, excepto quizás por el chino de la tienda de trastos que se ha tomado la molestia ( en los dos primeros años de residir en España) de aprender un castellano bastante correcto y de, incluso, aprenderse cuatro frases en valenciano. Igual por eso voy allí a comprarle todos los trastos verdes que encuentro, porque me hace gracia que me felicite las fallas o las navidades en valenciano. Los andaluces no lo hacen.
Las mujeres africanas siempre llevan a los niños muy limpios pero por la calle gritan siempre como si estuvieran discutiendo y a punto del golpe. A mí me hacen gracia porque me recuerdan el tópico de las mujeres poderosas de los matriarcados pero cuando paso a su lado, blanca como un fantasma y con el pelo azul, me lanzan una profunda mirada de desprecio, como si yo estuviera muerta y ellas llenas de vida, de toda la vida que a mí me falta...
A sus hombres no parece importarles mi aspecto de zombie-moderna-maricón-freak y se empeñan en saludar cada vez que se cruzan conmigo. Pero claro, yo no los conozco de nada y el hecho de que cada negro con el que me cruzo me tenga que mirar las tetas, decirme alguna burrada y proponerme sexo como quien te da los buenos días, sin conocerme de nada, no tiene nada de halagador y sí bastante de tortura. (Todas las españolas con sobrepeso o con las tetas grandes o fantasmagóricamente blancas sabrán exactamente a qué me refiero).
Los árabes también lo hacen (lo de acosar, digo) y los latinos. Pero hay una diferencia, los árabes son más del gesto y la mirada perversa y los latinos del acoso verbal y la mano ligera. Es tan habitual que cuando encuentro alguno que te trata con respeto, me parece marciano. Y ahí sí se marca una diferencia en el trato que me dan y el que les dan a sus mujeres. No nos engañemos, los árabes respetan a sus mujeres mucho más de lo que la gente cree (todos hemos visto demasiados telediarios) y a nosotras, las putitas europeas, sí que se les permite tratarnos así, pero jamás ofenderían de ese modo una de sus decentes y castas hermanas. En mi barrio hay pocas y la mayoría no van con el uniforme de la religión personificado en el velo, pero se las distingue fácil por el acento, el aspecto agitanado y la manera de mover las manos. Los latinos sin embargo, tratan a las españolas igual que a las latinas, como animales. Cuatro palabritas bobas y cantadas ("mamasota, yo sólo quiero ser tu amigo y ¿no le harías ese favor a tu amigo?") y estas pobres caen rendidas con la misma velocidad con que las españolas salimos corriendo. Hay muchas latinas en mi barrio, un grupo pequeño de cuarentonas y una mayoría de veinteañeras cargadas de hijos y de prejuicios. Y otra cosa, gritan. Cuando hablan, cuando me torturan con la música de sus fiestas a todo volumen ( y hablo de un día laborable a las dos de la mañana), cuando sus pequeños monstruos maleducados corretean medio desnudos por la calle chillando y dándose golpes como si fueran animalitos.
Los rusos y los rumanos pasan de mí, lo cual les agradezco mucho. Quizás porque sus mujeres son mucho más guapas. En el barrio se ven pocas o quizás es que pasan más desapercibidas. Pero estos no gritan, ni siquiera cuando discuten. Mantienen ese silencio pseudo mafioso y la mirada diagonal que te hace sospechar que no deberías meterte con ellos, por si acaso...
No se, como digo siempre, el problema no es que hayan venido. Hay muchos, vale, de eso siempre me quejo, pero no me importa que sean muchos siempre y cuando no acaben haciéndome sentir minoría en mi propia casa, siempre y cuando su influencia no deje de ser una influencia y no una eliminación de mi cultura milenaria y de las tradiciones de mi pueblo que me hacen sentir parte de un todo del que me siento orgullosa.
Eso no quiere decir que no entienda que se aferren a sus orígenes, como yo hago con los míos. Es más, yo no pretendo que renuncien a ellos, ni me molesta que su influencia pueda enriquecerme cultural y personalmente. Y me parece totalmente legítimo que hagan lo que les de la gana, con una única excepción, que respeten mi derecho a hacerlo también y mi invisibilidad urbana, que no me corrompan con su catolicismo rancio e impositivo, ni me acosen por la calle, que no me griten, ni destrocen mi paz mental. Seguro que eso no les iba a costar tanto...
 

Kontuz Kotzebue escribe para The Eclectic Library

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