El favor
A veces pasa. Aparece un amigo con un problema y te pide ayuda. Está desesperado, necesita de tu apoyo y de tu comprensión. Le escuchas, intentas ayudarle, tratas de no juzgarle ni reprocharle nada a pesar de ser consciente de que no se vería en la situación actual si previamente hubiera tomado mejores decisiones. Dejas que llore sobre tu hombro y le das la palmadita sobre la espalda. Intentas no acordarte de todas las veces que ha acudido a ti. Procuras centrarte más bien en las veces que tú has tenido que acudir a él. Y sabes que no siempre ha sido recíproco, que en muchas más ocasiones te ha tocado a ti estar ahí. Más que nada porque tú sí que has aprendido a apañártelas sola, con mejor o peor suerte, porque tu orgullo (o lo que sea) hace que sólo pidas ayuda cuando ya has intentado todo lo demás, porque para ti es imprescindible que te escuchen y que te digan lo que ya sabes, pero realmente no necesitas que nadie venga a salvarte...
Pero, ¿qué le vas a hacer cuando te dice que eres su último recurso, que no sabe que hacer, que sólo tú puedes ayudarle? Y entonces te pide el favor. Sabe, como tú, que está pidiendo demasiado pero en su situación se preocupa absolutamente nada por la tuya y sólo quiere que le busques la solución que él es incapaz de encontrar. Y no quieres, sabes que no quieres, pero le acabas haciendo el favor que te pide. A partir de ese momento, eres tú la que necesita ayuda...
En este caso, me ha tocado permitir que una persona que no tenía donde quedarse pudiera pasar un par de noches en mi casa hasta que le encontrasen un sitio. Una persona con un alto grado de conflictividad sobradamente conocido. Sabía que sería un problema y que no hay dinero ni favor que me lo pague.
A partir de ese momento he tenido que renunciar a mi intimidad, a mi espacio, a mi silencio, a mi sentido el orden, a mi tranquilidad, a mi frágil estado de concentración. Con la de cosas que tengo que hacer me veo obligada a permanecer atrapada en mi propia casa, haciendo de vigilante de una persona que ha convertido mi salón en una pocilga, como un pub al cierre. Todo revuelto, todo tirado por todas partes, bolsas y bolsas de ropa que me cierran el paso hacia la cocina o el baño. Una persona que no respeta el hecho de que en esta casa es simplemente un huésped no bien recibido y que se salta a la torera todas las normas de mi hogar. Una persona que fuma sin parar, a pesar de las mil veces que le he dicho que me molesta, y que, de forma totalmente egoísta, agota mi reserva de cafeína bebiéndose toda mi Coca-cola sin dejarme ni siquiera un vaso de reserva. Una persona que no es capaz de permanecer más de dos minutos en silencio, relatándome con todo tipo de escabrosos detalles su tortuosa vida, ni dormir más de dos horas, lo que repercute en mi descanso y en tiempo y atención que debo dedicar a mis propias obligaciones...
Esto me ha hecho recordar mis años en el internado, cuando mi espacio era reducido y mi intimidad muy limitada. Un lugar en el que la convivencia me obligaba a unificarme con otras noventa y nueve chicas con las que compartía dormitorio, baño, comedor y sala de estudios. Y de repente me he dado cuenta de cuánto valoro mi espacio y mi palabra, mi silencio, mis cosas, mi ciclo circadiano, mi modo de hacer las cosas, mi vida...
La que me mira desde el espejo hace fiestas en mi casa y no me invita.
Pero, ¿qué le vas a hacer cuando te dice que eres su último recurso, que no sabe que hacer, que sólo tú puedes ayudarle? Y entonces te pide el favor. Sabe, como tú, que está pidiendo demasiado pero en su situación se preocupa absolutamente nada por la tuya y sólo quiere que le busques la solución que él es incapaz de encontrar. Y no quieres, sabes que no quieres, pero le acabas haciendo el favor que te pide. A partir de ese momento, eres tú la que necesita ayuda...
En este caso, me ha tocado permitir que una persona que no tenía donde quedarse pudiera pasar un par de noches en mi casa hasta que le encontrasen un sitio. Una persona con un alto grado de conflictividad sobradamente conocido. Sabía que sería un problema y que no hay dinero ni favor que me lo pague.
A partir de ese momento he tenido que renunciar a mi intimidad, a mi espacio, a mi silencio, a mi sentido el orden, a mi tranquilidad, a mi frágil estado de concentración. Con la de cosas que tengo que hacer me veo obligada a permanecer atrapada en mi propia casa, haciendo de vigilante de una persona que ha convertido mi salón en una pocilga, como un pub al cierre. Todo revuelto, todo tirado por todas partes, bolsas y bolsas de ropa que me cierran el paso hacia la cocina o el baño. Una persona que no respeta el hecho de que en esta casa es simplemente un huésped no bien recibido y que se salta a la torera todas las normas de mi hogar. Una persona que fuma sin parar, a pesar de las mil veces que le he dicho que me molesta, y que, de forma totalmente egoísta, agota mi reserva de cafeína bebiéndose toda mi Coca-cola sin dejarme ni siquiera un vaso de reserva. Una persona que no es capaz de permanecer más de dos minutos en silencio, relatándome con todo tipo de escabrosos detalles su tortuosa vida, ni dormir más de dos horas, lo que repercute en mi descanso y en tiempo y atención que debo dedicar a mis propias obligaciones...
Esto me ha hecho recordar mis años en el internado, cuando mi espacio era reducido y mi intimidad muy limitada. Un lugar en el que la convivencia me obligaba a unificarme con otras noventa y nueve chicas con las que compartía dormitorio, baño, comedor y sala de estudios. Y de repente me he dado cuenta de cuánto valoro mi espacio y mi palabra, mi silencio, mis cosas, mi ciclo circadiano, mi modo de hacer las cosas, mi vida...
La que me mira desde el espejo hace fiestas en mi casa y no me invita.