La carga de la Diva

Las aventuras y desventuras de la Diosa Odiosa, vida de milagro, y otras historias de The Eclectic Library...

jueves, noviembre 17, 2005

Peces de colores

Me gustan los peces de colores. En general, me gusta mirar a los peces. De hecho uno de los caprichos con los que sueño es con tener un acuario bien grande en casa... Podría conformarme con una pequeña pecera, una de esas esferas en las que un triste pececito rojo da vueltas y vueltas sin parar, pero me da miedo que a Judas le haga gracia y se proponga iniciarse en la pesca del pez doméstico, o que jugando la tire al suelo y la rompa.
Quiero un acuario pero no acabar conformándome con una pecera. No quiero un mar, aunque sea más grande, aunque tenga más peces ni aunque pueda navegar. Quiero un acuario, tan grande que no lo abarque en un abrazo, con peces de colores que naden sin parar, con un castillo de color arena, con plantas de acuario, con piedras de colores que brillen cuando los peces remuevan el agua. Quiero un acuario pero ahora no me lo puedo permitir. Antes o después podré conseguirlo, como pasó con Judas, comprarme una casa, acabar las obras, terminar la historia del siete, resucitar...
No me voy a conformar con menos y si he de esperar para conseguir lo que quiero, esperaré el tiempo que haga falta y si he de luchar para salirme con la mía, me dejaré la piel en ello. Y si al final no puedo conseguirlo no será por no haberlo intentado, ni me sentiré mal por haberme tenido que conformar con otra cosa que me apeteciese menos sólo por no haberlo intentado.
Ya me he tenido que conformar en la vida con renunciar a muchos de mis sueños, ya me he acostumbrado a perder y a resignarme y a poner buena cara cuando me arrebatan la esperanza y me invade la desilusión. Pero en algún momento tengo que echar el freno. Los acontecimientos de las últimas semanas y la reflexión que vino asociada me han hecho replantearme tantas cosas...
Así he viajado siempre, así he enfocado mis relaciones con la gente. En una mano, una bolsa llena de Lacasitos, de pequeñas chocolatinas redonditas de colores que ofrezco gratis a la gente que me importa, como mi amor, mi amistad, mi afecto, mi cariño, mi entrega, mi solidaridad, mis abrazos, mi paciencia, mi confianza, mi lealtad, mi intimidad, mi optimismo, mi sentido del humor, mi carisma, mis ganas de entregarme... En la otra mano, una bolsa llena de puntiagudas piedras grises, que a veces lanzo a todos y otras a los que no les importo, como mi odio, mi rencor, mi animadversión, mi agresividad, mi egoísmo, mi violencia, mi ira, mi soberbia, mi cinismo, mi sarcasmo, mi orgullo, mi pesimismo, mis golpes, mis gritos, mi frialdad...
Normalmente, cuando alguien me interesa, ofrezco primero la bolsa de los dulces y cuando no me interesa, ofrezco primero la de las piedras. En ambos casos voy alternando una bolsa y otra a no ser que los sentimientos que me inspira quien se cruza en mi camino sean extremos en uno u otro sentido.
Con la gente que quiero, con la que me irrita, no tengo dudas, no reparto de una y otra, sino que todo son dulces o todo son piedras. De hecho, mis amigos, a pesar de mi infinito catálogo de defectos, saben lo importantes que son para mí porque son capaces de percibir la diferencia de lo que les doy a ellos y lo que le doy a los demás.
Anoche ella me llamó. Yo estaba en la ducha y cuando salí a ver quién era ya había colgado. Ni siquiera yo sé si le habría cogido el teléfono. Hace más de un mes desde la última vez que oí su voz. Han pasado muchas cosas desde entonces...
Yo le ofrecí todo lo que tenía, todo lo que yo era, y era gratis. No lo hacía a cambio de nada, simplemente, no podía evitar entregarme, como me pasa con mis amigos, con mi familia. Me guardé la bolsa de las piedras y le ofrecí la bolsa de los dulces, sin esperar nada. Hasta que me dí cuenta de que eso era exactamente lo que se me ofrecía a mi.
Yo le ofrecí todo lo que tenía de un modo incondicional y no le bastaba. Prefería conformarse con las sobras de otros para luego venir a quejarse de que no era suficiente. Y yo me aferraba a eso como a un clavo ardiendo, conformándome con las sobras que me ofrecía, mendigando las migajas. Como la orilla en la playa se conforma con la caricia del mar que apenas le roza con la espuma de las olas, mientras sueña ser sepultada bajo toneladas de agua...
Me costó mucho cerrarle mi puerta pero hice lo que debía. Me estaba demostrando sobradamente su falta de respeto, de interés, de lealtad, de afecto y seguir entregándome, en todo o en parte, a alguien a quien yo le importaba tan poco me estaba destrozando. Y no fue fácil alejarme, ni lo pasé bien, ni olvidé. Estuve mil veces tentada a rendirme y volver a dejarme pisotear. Me retorcía la cabeza recordando cuatro frases de auto-engaño hasta que la que me mira desde el espejo me recordaba lo poco importante que era para ella, lo poco que le había importado perder mi amistad, lo poco que a ella le importaban mis sentimientos o si me hacía daño, lo poco que se merecía que a mí sí me importase...
Tardó meses en volver. Cuando le convino, cuando le apeteció, como siempre. Con una disculpa rápida y sin propósito de enmienda me convenció para que volviese a hacerle un hueco en mi vida. No escarmiento. Aunque le dije que estaba a prueba, rápidamente me dejé engañar por mi corazón y se lo puse en bandeja. Cuatro charlas en las que se supone que yo le hacía reflexionar sobre cosas que jamás se había planteado y ya pensó que todo era como antes. Y yo, como siempre, de felpudo pisoteable, de perrito faldero, siempre a sus ordenes y a su disposición, preocupándome por sus problemas, procurando tranquilizarle cuando perdía la calma, apoyarle si se sentía mal, animarle en sus proyectos, sin agobiarle con las constantes presiones de mi vida, haciéndome cargo de sus circunstancias sin que ella tuviera que hacerse cargo de las mías. Y la verdad, no puedo culparle, yo se lo permití.
Hablando con ella, tratando de hacerle entender como me hacía sentir a veces, me hacía sentir culpable por hacerle ver lo egoísta que me parecía su comportamiento. Me daba lástima darme cuenta de que ella no sabía lo que era el amor de verdad y que no lo había sentido nunca, que el amor para ella era una mezcla de intercambio de afectos y de contactos físicos y no una verdadera entrega. O igual es que mi concepto del amor era otro, porque para mí el amor siempre es total entrega en plenitud, sin esperar nada a cambio, incluso aunque no fuera recíproco y cuando es recíproco se trata de una total comunión de las almas y una compenetración física que supera cualquier otro tipo de relación, sólo comparable a la relación que se tiene con uno mismo.
Para ella es lógico tomar todo lo que yo le ofrezco, precisamente por eso, porque yo se lo ofrezco y no se siente obligada dar nada puesto que nunca me ha ofrecido nada, ni me ha prometido nada. El hecho de que yo este ahí no le obliga a ella a estar en ninguna parte. Y tiene razón , por mucho que me fastidie admitirlo. Decir lo contrario sería contradecir mis propias ideas.
Así, yo le ofrecí mi bolsa de dulces y ha ido tomando uno a uno, durante los veintisiete meses que hace que nos conocemos. Desde el diecisiete de agosto de dos mil tres, he intentado por todos los medios, convencerme de que, en el fondo, habría algo para mí. Ella iba tomando uno tras otro los dulces que yo le ofrecía y yo me dejaba cegar por espejismos. Cuando me decía que nadie le conocía como yo, que nadie le entendía del modo que yo podía hacerlo o que ya estaba empezando a conocerme, yo creía realmente que eso era un atisbo de comunicación, un principio de intimidad. Pero no era real.
Finalmente, ha ido agotando mi bolsa de dulces, sin reponerlos de un modo equivalente y yo no quiero ofrecerle mi bolsa de piedras. Pero cuando alguien toma todos los dulces y no te da ninguno, la bolsa se queda vacía y no te queda más remedio que sacar de la otra bolsa si quieres ofrecer algo. Sólo que en la otra bolsa ya no hay dulces, sólo piedras...
Me habría conformado con pequeñas señales, con algún detalle ocasional, con placebos... Lo he hecho hasta ahora por menos de eso. Pero ya no puedo seguir haciéndolo. Ya no puedo entregarme por completo a cambio de nada, porque entonces ya no queda nada en mi interior, ni siquiera para mí. Ya no puedo cerrar los ojos ante la evidencia de que no le importo lo más mínimo y de que eso no va a cambiar. Ya no puedo anteponerle a cualquier otra prioridad, porque eso implica ponerme a mí en segundo plano. Ya no me resigno a mendigar las sobras cuando yo estoy ofreciendo mi mejor plato. Ya me he cansado de esperar, de explicar, de confiar ciegamente. Ahora es el momento de sentarme a recuperar fuerzas, a recargar mis baterías emocionales, de volver a sentir esa energía positiva que nace del intercambio con los otros.
Podría volver a hacerlo. Volver a dejarme llevar por el corazón y no por la cabeza. Entregarme por completo a cambio de nada. Ofrecer todos mis dulces aunque tuviera que sacarlos de debajo de las piedras. Pero eso sería como conformarme con una pecera cuando quieres un acuario, como meter un montón de pececitos de colores en una pequeña esfera de cristal y quedarse de brazos cruzados viendo como se ahogan...
Eso ya no me basta. Me merezco algo mejor. Quizás no mucho mejor. No soy ninguna joya, es cierto y quizás tampoco me he ganado el cielo. Tal vez debería conformarme con la limosna del que todo lo regala antes que esperar el mínimo esfuerzo de quien realmente me importa. Pero prefiero no tener nada a malgastar todo lo que tengo. Prefiero que me quieran un poco los que quiero muy poco a que no me quieran nada los que quiero mucho. Y no creo que sea pedir demasiado.
Supongo que ya no me basta una pecera. Quiero un acuario.
La que me mira desde el espejo mete en el mismo saco las piedras y los dulces y me lo ofrece para que meta la mano y saque algo sin mirar...
 

Kontuz Kotzebue escribe para The Eclectic Library

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