Tengo un don para tropezar y darme golpes con las cosas. Siempre ha sido así. Dicen que los ambidiestros somos físicamente bastante torpes. De pequeña siempre tenía cortes y hematomas de caerme y de que me tirasen al suelo. Era muy normal que bajando por las escaleras deprisa para no llegar tarde me cayera rodando. Siempre me daba con las esquinas de las mesas cuando me sentaba o cuando me levantaba. Tropezaba siempre con la pelota cuando estaba jugando en el patio. Siempre se me caían los libros de las manos. Nunca acertaba a la primera cuando chocaba la mano con las compañeras del equipo de volley. Los cordones de las zapatillas de deporte siempre se me desabrochaban y tenía que llevar triple nudo. Me sangraba la nariz de un modo constante. A veces los moretones no me los hacía yo, pero eso tampoco era tan raro.
Cuando era pequeña tartamudeaba porque pensaba más deprisa de lo que era capaz de hablar y como me ponía nerviosa las palabras se me atropellaban. Los otros niños pensaban que era rara porque hablaba de cosas de mayores. Los mayores pensaban que era rara porque tenía más curiosidad que ellos y había aprendido a cultivarla. Yo pensaba que era rara porque todo el mundo se pasaba todo el tiempo diciéndome lo rara que era.
Logré la habilidad de tener una visión selectiva de la realidad y conseguía abstraerme en mi propia concentración de tal modo que era capaz de mirar hacia un grupo de personas y no ver a las que no me interesaban, de poder ver lo que había detrás, de hacerles invisibles. Estaba convencida de que podía volar y de que memorizaba los textos pasando el dedo por encima de cada palabra. Pasé de ser una niña que nunca callaba a no decir ni una palabra. Y la gente empezó a pensar que en vez de rara era tímida. Y era infinitamente más cómodo.
Pero yo hablaba dentro de mi cabeza y en todos los papeles que era capaz de llenar con mis garabatos de hormiguita y escribía en el suelo y en las puertas y en las paredes. Y doblaba las palabras y las disfrazaba para que nadie supiera que estaba diciendo. Sabía que si alguien entendía lo que escribía ya no podría seguir siendo invisible y tendría que volver a hablar. Hablar siempre me mete en líos.
Una vez me castigaron y me pasé una semana encerrada en la biblioteca del colegio. Desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche. Sólo podía salir para ir a comer, a dormir, al baño o a misa. Cuando la directora vino a preguntarme si había aprendido la lección y si ya me podían retirar el castigo vio que yo había dibujado letras con tiza por todo el suelo, en las mesas, las sillas, en las ventanas... Allá a donde había un espacio, yo lo había llenado con mis letras de silencio. Ni siquiera eran palabras, sólo letras. Sólo yo sabía la historia que contaban. Y aquella pobre cincuentona de pueblo, entregada a un dios que no le explicaba nunca nada, no supo que hacer. Llamaron a mi casa. Casi me echan de la escuela. Al final lo dejaron en un mes rezando el rosario cada tarde con la superiora del colegio y escuchar los monólogos del cura que nos daba misa sobre la virtud de la palabra de dios, el talento como un don y las ventajas de la obediencia y la sumisión. Ya me entrenaban para ser cordero.
Cuando volví a hablar me había cambiado la voz. Había dividido mi voz en dos: la que todos oyen, la que sólo yo escucho. A mi alrededor la gente también se daba cuenta de que me había cambiado la voz. Tampoco decía ya cosas tan raras ni hablaba tanto (a pesar de hablar mucho más que casi nadie que conociera). Había aprendido a hablar de nada. Esa era la voz que oían, la que oyen. La que habla de nada.
La voz que yo oigo ha cambiado también. A veces la saco un rato cuando no hay nadie. Entonces se divide otra vez, en muchas pequeñas voces, como los ojos de un insecto. Ni siquiera yo sé a veces lo que dice.