La delgada línea
Hay muchas cosas que se mezclan. La vida es ecléctica. Yo, que siempre he defendido el eclecticismo cultural, debería saberlo. Los sentimientos se confunden, las ideas se intercambian, todo en esta vida es una mezcla extraña y desordenada.
No hay un único motivo para hacer las cosas, los valores morales se contradicen, no todo es en blanco y negro.
Pero eso no quiere decir que todo sea válido. No sirve la excusa de que según que cosas son una cuestión de opinión o que las circunstancias puedan justificarlo todo.
Aprender a diferenciar lo que está bien y lo que está mal forma parte del aprendizaje que conlleva formar la propia estructura moral. Poner en práctica este aprendizaje es una de las bases del comportamiento adulto.
Algunas personas no aprenden nunca la diferencia. Luego están aquellas que conocen la diferencia pero les es indiferente. También están quienes, aún conociendo la diferencia entre el bien y el mal, justifican sus malas acciones con falacias.
Pero lo cierto es que todo el mundo sabe diferenciar lo justo de lo injusto, lo que es correcto e incorrecto, lo que está bien o mal.
Este concepto de baremar moralmente las propias acciones se aplica a cualquier tipo de actividad. Es válido para el trabajo y para el descanso. Se puede aplicar a la relación con los seres queridos y con los desconocidos...
Una persona que es capaz de robar a sus propios padres, incluso algo inocente como, por ejemplo, sisando de la cartera de su madre, no tendrá el más mínimo inconveniente en tratar de robar y estafar a sus amigos. El que es infiel a su pareja es incapaz de respetar el compromiso de fidelidad de las otras parejas. El que descuida la higiene personal tampoco será muy estricto con la higiene de su propia casa. El que es egoísta con la gente de su entorno lo será aún más con los desconocidos. El que es un vago en su tiempo de ocio también será perezoso en su trabajo.
Con frecuencia hablo de forma crítica sobre la educación que recibí durante mi infancia. Básicamente porque se me educó en el miedo y la vergüenza, con una disciplina excesivamente estricta y un caos emocional que sembró la semilla de la adolescente que fui después y que tanto me ha costado rectificar en mi vida de adulta. Pero también es cierto que, a pesar de todo, ha habido una parte positiva y que para mi es esencial. He aprendido a diferenciar el bien y el mal. Además, una vez pasada la euforia inconsciente de la adolescencia, aún estando todavía disfrutando de la juventud, he descubierto que me importa. Por un lado, mi propia conciencia, me recuerda constantemente cual de todas mis acciones es correcta o no y me obliga a reflexionar, me atormenta, me libera. Por otro lado, las acciones ajenas, cuando son correctas, hacen que me forme una imagen positiva de la persona que las realiza y que aumente mi respeto y admiración. En cambio, cuando no lo son, una mezcla de desprecio y de vergüenza ajena hace que esa persona, ante mis ojos, pierda la denominación de persona y adquiera otro tipo de calificativos.
Uno de los principios morales que más he reivindicado siempre es la honestidad. La mentira es siempre injustificable. Otro verdaderamente importante para mí es la justicia. Ahora bien, siendo como soy y siempre lo he reconocido, una persona muy rencorosa, el concepto de justicia es uno de los que más profundamente me obliga a reflexionar. No soy vengativa porque creo en la justicia del tiempo, en que a cada uno le llega lo que le toca, pero es cierto que, bajo provocación, mi lado rencoroso hacerme ser mucho más vengativa que la Mafia y la Camorra juntas...
La justicia tiene, en mi opinión, tres funciones primordiales. La primera de ellas, evidentemente, consiste en dar a cada cual lo que merece. Por ejemplo, una recompensa a las buenas acciones y un castigo a las malas. La segunda es la de enseñar al individuo sometido a ella y a la sociedad en general para que reflexione sobre la bonanza o malicia de sus acciones. Por ejemplo, cuando se otorga un premio a quien comete un acto altruista o cuando se multa a quien comete una infracción. La tercera de estas funciones es la de educar y prevenir. Por ejemplo, las condenas judiciales sirven para recordar a los ciudadanos los límites de la ley y les animan a no cometer actos ilegales, del mismo modo que premiando públicamente una buena acción cometida se motiva a otras personas a obrar correctamente.
La justicia es un concepto tan amplio y complejo que rara vez puedo afirmar completamente qué es justo y qué no. Mucho menos cuando estás siendo juzgado o cuando te toca pasar por el trago de ser la víctima.
Más difícil aún cuando tratas de ser justa a la hora de reclamar justicia cuando quien te ha ofendido ha sido alguien a quien querías. Porque, cuando el corazón te ha hecho defender a alguien, no es fácil condenarle incluso cuando te ataca a ti. Pero quedarse de brazos cruzados y cerrar la boca cuando alguien hace algo incorrecto, te convierte en cómplice. Y sea quien sea, no puedes permitir que las acciones de otro pasen a ser tu responsabilidad. Cuando eres cómplice de una mala acción es como si tú mismo la hubieras realizado. Al no demostrar disconformidad con una mala acción, por pura lógica, lo que se demuestra es conformidad. Es decir, si tú tienes un amigo que comete una mala acción y tú no manifiestas desagrado con dicho comportamiento, ni siquiera cuando hablas en privado con esa persona, lo que haces es defender dicho comportamiento, con o que, por un lado justificas dicha acción porque no consideras que sea una mala acción y por otro, demuestras tu voluntad de realizar acciones similares puesto que no son malas acciones en tu opinión.
Evidentemente, nadie le da la espalda a un amigo que se equivoca, pero es función de amigo el corregirle. Hasta dónde uno debe corregir o se le permite equivocarse forma parte del propio principio de justicia y del valor que cada uno le da. Como cuando uno, discute con otra persona y, por enfadado que este, hay una línea que nunca cruza. Al menos, claro, si pretende reconciliarse.
Ayer quedé con la Jardinera. En su momento, dejamos de quedar por un exceso de discusiones y malentendidos. También es cierto que, en un momento de saturación fui yo quien, unilateralmente, decidió no volver a quedar con ella. Pero también es cierto que yo creo en las segundas oportunidades. Y aunque no me fío de las buenas palabras, su reciente actitud es una promesa de un cambio de comportamiento que le abre de nuevo las puertas de mi amistad. Supongo que porque en su momento, ninguna de las dos cruzó esa línea irreversible y dejó abierta la puerta para un posible regreso.
Lástima que no sea igual con todo el mundo. Recuerdo con una punzada nostálgica todos los amigos que no supieron valorar mi amistad y abusaron de ella y después de tratarme a patadas salieron de mi vida dando un portazo. Y como, a pesar de todo, yo les volví a abrir la puerta una y otra vez. Hasta que cruzaron esa línea. Luego se sorprenden al encontrarla un día cerrada y descubren que nunca podrán hacer nada para conseguir volver a abrirla. Después se dan cuenta de lo barata que les salía mi amistad, de todo lo que les daba y de lo poco que pedía a cambio. Básicamente, lo que pido siempre, confianza, respeto y lealtad. Después, cuando ya es tarde, reconocen el aprecio que yo manifestaba, el modo en que les quise y hasta que punto estuve a punto de hacer y decir cualquier cosa por ellos. Pero ya es tarde y no sirven de nada las falsas promesas, las públicas humillaciones y los grandes gestos.
La Jardinera me estuvo mandando mensajes toda la tarde pero yo había quedado con Marujita Pérez y no me pareció correcto dejarle de lado. Finalmente, como Marujita se iba pronto, quedé para tomar café con la Jardinera, seis meses después del último. ¿Es ese el plazo habitual para las reconciliaciones? Porque, si no recuerdo mal, también tardó seis meses Pedreguer en volver a intentar que fuéramos amigas y el mismo tiempo tardaron mi Ex-Compadre y la Peregrina. Y yo que como buena mediterránea tengo la sangre caliente prefiero las reconciliaciones tras la discusión, que es cuando ambas partes todavía recuerdan los motivos del enfrentamiento y todavía es un tema vigente. ¿De qué sirve cuando ya las circunstancias y los sentimientos son otros? Marujita y el Killo tratan de convencerme de que cada cual necesita su tiempo para darse cuenta de que se ha equivocado y tratar de rectificar. Pero yo que soy de naturaleza obsesiva soy consciente de que, cuando me enfado, es peor dejar que se me pase porque lo que hago es repetir una y otra vez en mi cabeza los motivos de mi ofensa hasta que borran por completo cualquier excusa que la otra persona me pueda dar. Igual que uno debe cocinar cuando enciende el fuego, también uno debe de intentar reconciliarse cuando hay una discusión. Al menos, si realmente le importa conservar la relación. Eso no quiere decir que, después de una bronca brutal, se consiga arreglarlo todo disculpándose al día siguiente. Pero es un modo de demostrar interés, de demostrar una voluntar de intentar arreglar las cosas. Como cuando accidentalmente te manchas la camisa comiendo o al tropezar con alguien que lleva una copa en la mano y tratas de forma inmediata de reblandecer la mancha antes de llegar a casa. No porque no pretendas limpiar de nuevo la prenda en casa sino para ir allanando el camino. Lo que no se te ocurre es dejar la mancha secarse durante semanas hasta que la mancha se vuelva indeleble y quejarte luego de que no puedes quitarla. Al menos si te gusta esa camisa. Si somos capaces de hacer eso con un simple pedazo de tela que nos cubre, ¿no vale la pena hacerlo con alguien que toca nuestro corazón?
Trato de respirar más despacio y de impedir que el rencor hable por mi. Trato de no hacer nada irremediable. Trato de entender y perdonar al que me ofende, de justificar la ausencia de una disculpa. Trato de no tomar medidas drásticas. Trato de buscar en mi conciencia esa capacidad de seguir dando oportunidades. Trato de recordar que perdonar a los demás es liberador y que el dolor que te infligen es peor cuando le añades la decepción de que fueran, precisamente aquellos a los que tú no se lo harías, los que te hacen daño. Trato de marcar la línea del límite de lo que yo puedo llegar a hacer o decir, de aquello que estoy dispuesta a tolerar a los demás. Pero es difícil dibujar una línea recta cuando el llanto te hace temblar las manos.
La que me mira desde el espejo, con un bolígrafo rojo, traza líneas rojas, tachando nombres de mi agenda.
No hay un único motivo para hacer las cosas, los valores morales se contradicen, no todo es en blanco y negro.
Pero eso no quiere decir que todo sea válido. No sirve la excusa de que según que cosas son una cuestión de opinión o que las circunstancias puedan justificarlo todo.
Aprender a diferenciar lo que está bien y lo que está mal forma parte del aprendizaje que conlleva formar la propia estructura moral. Poner en práctica este aprendizaje es una de las bases del comportamiento adulto.
Algunas personas no aprenden nunca la diferencia. Luego están aquellas que conocen la diferencia pero les es indiferente. También están quienes, aún conociendo la diferencia entre el bien y el mal, justifican sus malas acciones con falacias.
Pero lo cierto es que todo el mundo sabe diferenciar lo justo de lo injusto, lo que es correcto e incorrecto, lo que está bien o mal.
Este concepto de baremar moralmente las propias acciones se aplica a cualquier tipo de actividad. Es válido para el trabajo y para el descanso. Se puede aplicar a la relación con los seres queridos y con los desconocidos...
Una persona que es capaz de robar a sus propios padres, incluso algo inocente como, por ejemplo, sisando de la cartera de su madre, no tendrá el más mínimo inconveniente en tratar de robar y estafar a sus amigos. El que es infiel a su pareja es incapaz de respetar el compromiso de fidelidad de las otras parejas. El que descuida la higiene personal tampoco será muy estricto con la higiene de su propia casa. El que es egoísta con la gente de su entorno lo será aún más con los desconocidos. El que es un vago en su tiempo de ocio también será perezoso en su trabajo.
Con frecuencia hablo de forma crítica sobre la educación que recibí durante mi infancia. Básicamente porque se me educó en el miedo y la vergüenza, con una disciplina excesivamente estricta y un caos emocional que sembró la semilla de la adolescente que fui después y que tanto me ha costado rectificar en mi vida de adulta. Pero también es cierto que, a pesar de todo, ha habido una parte positiva y que para mi es esencial. He aprendido a diferenciar el bien y el mal. Además, una vez pasada la euforia inconsciente de la adolescencia, aún estando todavía disfrutando de la juventud, he descubierto que me importa. Por un lado, mi propia conciencia, me recuerda constantemente cual de todas mis acciones es correcta o no y me obliga a reflexionar, me atormenta, me libera. Por otro lado, las acciones ajenas, cuando son correctas, hacen que me forme una imagen positiva de la persona que las realiza y que aumente mi respeto y admiración. En cambio, cuando no lo son, una mezcla de desprecio y de vergüenza ajena hace que esa persona, ante mis ojos, pierda la denominación de persona y adquiera otro tipo de calificativos.
Uno de los principios morales que más he reivindicado siempre es la honestidad. La mentira es siempre injustificable. Otro verdaderamente importante para mí es la justicia. Ahora bien, siendo como soy y siempre lo he reconocido, una persona muy rencorosa, el concepto de justicia es uno de los que más profundamente me obliga a reflexionar. No soy vengativa porque creo en la justicia del tiempo, en que a cada uno le llega lo que le toca, pero es cierto que, bajo provocación, mi lado rencoroso hacerme ser mucho más vengativa que la Mafia y la Camorra juntas...
La justicia tiene, en mi opinión, tres funciones primordiales. La primera de ellas, evidentemente, consiste en dar a cada cual lo que merece. Por ejemplo, una recompensa a las buenas acciones y un castigo a las malas. La segunda es la de enseñar al individuo sometido a ella y a la sociedad en general para que reflexione sobre la bonanza o malicia de sus acciones. Por ejemplo, cuando se otorga un premio a quien comete un acto altruista o cuando se multa a quien comete una infracción. La tercera de estas funciones es la de educar y prevenir. Por ejemplo, las condenas judiciales sirven para recordar a los ciudadanos los límites de la ley y les animan a no cometer actos ilegales, del mismo modo que premiando públicamente una buena acción cometida se motiva a otras personas a obrar correctamente.
La justicia es un concepto tan amplio y complejo que rara vez puedo afirmar completamente qué es justo y qué no. Mucho menos cuando estás siendo juzgado o cuando te toca pasar por el trago de ser la víctima.
Más difícil aún cuando tratas de ser justa a la hora de reclamar justicia cuando quien te ha ofendido ha sido alguien a quien querías. Porque, cuando el corazón te ha hecho defender a alguien, no es fácil condenarle incluso cuando te ataca a ti. Pero quedarse de brazos cruzados y cerrar la boca cuando alguien hace algo incorrecto, te convierte en cómplice. Y sea quien sea, no puedes permitir que las acciones de otro pasen a ser tu responsabilidad. Cuando eres cómplice de una mala acción es como si tú mismo la hubieras realizado. Al no demostrar disconformidad con una mala acción, por pura lógica, lo que se demuestra es conformidad. Es decir, si tú tienes un amigo que comete una mala acción y tú no manifiestas desagrado con dicho comportamiento, ni siquiera cuando hablas en privado con esa persona, lo que haces es defender dicho comportamiento, con o que, por un lado justificas dicha acción porque no consideras que sea una mala acción y por otro, demuestras tu voluntad de realizar acciones similares puesto que no son malas acciones en tu opinión.
Evidentemente, nadie le da la espalda a un amigo que se equivoca, pero es función de amigo el corregirle. Hasta dónde uno debe corregir o se le permite equivocarse forma parte del propio principio de justicia y del valor que cada uno le da. Como cuando uno, discute con otra persona y, por enfadado que este, hay una línea que nunca cruza. Al menos, claro, si pretende reconciliarse.
Ayer quedé con la Jardinera. En su momento, dejamos de quedar por un exceso de discusiones y malentendidos. También es cierto que, en un momento de saturación fui yo quien, unilateralmente, decidió no volver a quedar con ella. Pero también es cierto que yo creo en las segundas oportunidades. Y aunque no me fío de las buenas palabras, su reciente actitud es una promesa de un cambio de comportamiento que le abre de nuevo las puertas de mi amistad. Supongo que porque en su momento, ninguna de las dos cruzó esa línea irreversible y dejó abierta la puerta para un posible regreso.
Lástima que no sea igual con todo el mundo. Recuerdo con una punzada nostálgica todos los amigos que no supieron valorar mi amistad y abusaron de ella y después de tratarme a patadas salieron de mi vida dando un portazo. Y como, a pesar de todo, yo les volví a abrir la puerta una y otra vez. Hasta que cruzaron esa línea. Luego se sorprenden al encontrarla un día cerrada y descubren que nunca podrán hacer nada para conseguir volver a abrirla. Después se dan cuenta de lo barata que les salía mi amistad, de todo lo que les daba y de lo poco que pedía a cambio. Básicamente, lo que pido siempre, confianza, respeto y lealtad. Después, cuando ya es tarde, reconocen el aprecio que yo manifestaba, el modo en que les quise y hasta que punto estuve a punto de hacer y decir cualquier cosa por ellos. Pero ya es tarde y no sirven de nada las falsas promesas, las públicas humillaciones y los grandes gestos.
La Jardinera me estuvo mandando mensajes toda la tarde pero yo había quedado con Marujita Pérez y no me pareció correcto dejarle de lado. Finalmente, como Marujita se iba pronto, quedé para tomar café con la Jardinera, seis meses después del último. ¿Es ese el plazo habitual para las reconciliaciones? Porque, si no recuerdo mal, también tardó seis meses Pedreguer en volver a intentar que fuéramos amigas y el mismo tiempo tardaron mi Ex-Compadre y la Peregrina. Y yo que como buena mediterránea tengo la sangre caliente prefiero las reconciliaciones tras la discusión, que es cuando ambas partes todavía recuerdan los motivos del enfrentamiento y todavía es un tema vigente. ¿De qué sirve cuando ya las circunstancias y los sentimientos son otros? Marujita y el Killo tratan de convencerme de que cada cual necesita su tiempo para darse cuenta de que se ha equivocado y tratar de rectificar. Pero yo que soy de naturaleza obsesiva soy consciente de que, cuando me enfado, es peor dejar que se me pase porque lo que hago es repetir una y otra vez en mi cabeza los motivos de mi ofensa hasta que borran por completo cualquier excusa que la otra persona me pueda dar. Igual que uno debe cocinar cuando enciende el fuego, también uno debe de intentar reconciliarse cuando hay una discusión. Al menos, si realmente le importa conservar la relación. Eso no quiere decir que, después de una bronca brutal, se consiga arreglarlo todo disculpándose al día siguiente. Pero es un modo de demostrar interés, de demostrar una voluntar de intentar arreglar las cosas. Como cuando accidentalmente te manchas la camisa comiendo o al tropezar con alguien que lleva una copa en la mano y tratas de forma inmediata de reblandecer la mancha antes de llegar a casa. No porque no pretendas limpiar de nuevo la prenda en casa sino para ir allanando el camino. Lo que no se te ocurre es dejar la mancha secarse durante semanas hasta que la mancha se vuelva indeleble y quejarte luego de que no puedes quitarla. Al menos si te gusta esa camisa. Si somos capaces de hacer eso con un simple pedazo de tela que nos cubre, ¿no vale la pena hacerlo con alguien que toca nuestro corazón?
Trato de respirar más despacio y de impedir que el rencor hable por mi. Trato de no hacer nada irremediable. Trato de entender y perdonar al que me ofende, de justificar la ausencia de una disculpa. Trato de no tomar medidas drásticas. Trato de buscar en mi conciencia esa capacidad de seguir dando oportunidades. Trato de recordar que perdonar a los demás es liberador y que el dolor que te infligen es peor cuando le añades la decepción de que fueran, precisamente aquellos a los que tú no se lo harías, los que te hacen daño. Trato de marcar la línea del límite de lo que yo puedo llegar a hacer o decir, de aquello que estoy dispuesta a tolerar a los demás. Pero es difícil dibujar una línea recta cuando el llanto te hace temblar las manos.
La que me mira desde el espejo, con un bolígrafo rojo, traza líneas rojas, tachando nombres de mi agenda.