¡Vivan los novios!
En estas fechas se celebra el primer aniversario de la legalización en España de los matrimonios entre homosexuales, equiparando así dichas uniones a los matrimonios heterosexuales. A lo largo de un año se han celebrado más de un millar de uniones. A mi no me ha tocado asistir a ninguna celebración todavía pero ya conozco un par de parejas que han dado el paso.
Para sorpresa de muchos, ni se han abierto los cielos, ni se ha acabado el mundo. Por mucho que se escandalicen algunas personas, por mucho ruido que hagan, parece que para la mayoría de la sociedad, es algo normal y no parece relevante marcar la diferencia. Ni hacía falta poner un nombre diferente, ni era justo mantener la diferencia de derechos respecto a los ciudadanos en base a las diferentes orientaciones.
Partimos de la base de que lo que diferencia a los heterosexuales de los homosexuales, desde un punto de vista biológico, no es mayor diferencia que la que separa a los zurdos de los diestros. Y si se supone que eso es cierto, no hay ninguna justificación para que los derechos y obligaciones de los ciudadanos sean diferentes. Acogiéndose a esa premisa, se decidió que, puesto que los heterosexuales tenían derecho a casarse (con todo lo que ellos implica respecto a la propiedad de los bienes, el reconocimiento social y la formación de familias), los homosexuales deberían poder acceder a los mismos derechos.
Tampoco es que yo sea una gran defensora del matrimonio. Mucho menos como sacramento. Pero hay una profunda diferencia que marca la condición de estado laico. El matrimonio, además de ser un sacramento de la doctrina cristiana que sirve de base para la familia, también es, a nivel legal, un contrato civil. Un contrato por el cual se reconoce la condición de grupo familiar, se reagrupan los bienes y se gestiona la tutela de los menores. Un contrato que legisla respecto a la propiedad de los bienes en casos de herencia, sobre la custodia de los hijos, o sobre la propiedad de la vivienda familiar, entre otras cosas.
La gran sentencia de todas todas, a iguales obligaciones, iguales derechos, eso es la base del reconocimiento de ciudadanía.
El gran negocio para las empresas dedicadas a la celebración de los festejos nupciales al encontrarse de repente con un aumento de casi cuatro millones de posibles cónyuges dispuestos a celebrar sus uniones. Los abogados, que ya se frotan las manos para los matrimonios, las separaciones de bienes y los divorcios.
Y otro dato a tener en cuenta es el cambio de roles. Ya no existe la novia blanca y radiante y el apuesto novio de frac como únicas opciones.
Poco a poco se van destruyendo los tópicos, poco a poco crecemos, poco a poco esta sociedad evoluciona...
La que me mira desde el espejo no se casa con nadie.
Para sorpresa de muchos, ni se han abierto los cielos, ni se ha acabado el mundo. Por mucho que se escandalicen algunas personas, por mucho ruido que hagan, parece que para la mayoría de la sociedad, es algo normal y no parece relevante marcar la diferencia. Ni hacía falta poner un nombre diferente, ni era justo mantener la diferencia de derechos respecto a los ciudadanos en base a las diferentes orientaciones.
Partimos de la base de que lo que diferencia a los heterosexuales de los homosexuales, desde un punto de vista biológico, no es mayor diferencia que la que separa a los zurdos de los diestros. Y si se supone que eso es cierto, no hay ninguna justificación para que los derechos y obligaciones de los ciudadanos sean diferentes. Acogiéndose a esa premisa, se decidió que, puesto que los heterosexuales tenían derecho a casarse (con todo lo que ellos implica respecto a la propiedad de los bienes, el reconocimiento social y la formación de familias), los homosexuales deberían poder acceder a los mismos derechos.
Tampoco es que yo sea una gran defensora del matrimonio. Mucho menos como sacramento. Pero hay una profunda diferencia que marca la condición de estado laico. El matrimonio, además de ser un sacramento de la doctrina cristiana que sirve de base para la familia, también es, a nivel legal, un contrato civil. Un contrato por el cual se reconoce la condición de grupo familiar, se reagrupan los bienes y se gestiona la tutela de los menores. Un contrato que legisla respecto a la propiedad de los bienes en casos de herencia, sobre la custodia de los hijos, o sobre la propiedad de la vivienda familiar, entre otras cosas.
La gran sentencia de todas todas, a iguales obligaciones, iguales derechos, eso es la base del reconocimiento de ciudadanía.
El gran negocio para las empresas dedicadas a la celebración de los festejos nupciales al encontrarse de repente con un aumento de casi cuatro millones de posibles cónyuges dispuestos a celebrar sus uniones. Los abogados, que ya se frotan las manos para los matrimonios, las separaciones de bienes y los divorcios.
Y otro dato a tener en cuenta es el cambio de roles. Ya no existe la novia blanca y radiante y el apuesto novio de frac como únicas opciones.
Poco a poco se van destruyendo los tópicos, poco a poco crecemos, poco a poco esta sociedad evoluciona...
La que me mira desde el espejo no se casa con nadie.
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