Cáncer de mama
Hoy es el día que se dedica a celebrar la lucha contra el cáncer de mama. Antes la palabra "cáncer" era algo maldito, una sentencia de muerte de la que nadie hablaba, como si el hecho siquiera de mencionarlo fuera a acelerar el desenlace. Ahora parece que sea una moda y todo el mundo habla de ello con pasmosa naturalidad.
No voy a dar estadísticas porque los medios de comunicación ya nos han saturado de información. En mi caso, no tengo antecedentes familiares de cáncer, así que parece que al menos genéticamente puedo estar tranquila. Pero nunca sabes si te va a tocar o no. Ni siquiera los médicos saben con certeza que lo provoca. No fumo ni tomo café, que suelen ser factores de riesgo, pero sí tengo una agitada vida urbana, con una activa tecnofília y un consumo indiscriminado de alimentos no naturales. De todos modos yo siempre he apostado más por una muerte accidental o algún tipo de lesión cerebral cuando he pensado en mi fin.
De todos modos, si hay algo que los especialistas repiten sin parar es el aumento de la supervivencia frente al cáncer. Tener la enfermedad ya no es una garantía de morirse. Se sobrevive. No es fácil y los tratamientos no son agradables, ni baratos, ni rápidos. Suelen darse rebrotes cuando parece que ha remitido pero se puede acabar con ella. En el caso del cáncer de mama (al igual que en el cáncer de útero) las mujeres se encuentran con un inconveniente ajeno a la salud pero del mismo modo perturbador. Como si no fuera bastante con tener que enfrentarse a los inconvenientes de una enfermedad dolorosa y grave, encima se corre el riego de perder el pecho. Para no asustar a nadie hay que aclarar que las nuevas técnicas suelen ser menos agresivas y no se suele extirpar el pecho a no ser que sea imprescindible y además, la cirugía posterior hace maravillas con los implantes.
Pero no hay que olvidar el hecho del valor que a su propia imagen se le da en esta sociedad a las mujeres. Ya puede ser traumático superar la perdida del cabello que a veces provoca la quimioterapia (luego vuelve a crecer, si sirve de consuelo) y el deterioro en la piel que provoca cualquier enfermedad. Pero perder un pecho para una mujer es bastante traumático. Físicamente se nos educa para asociar nuestro concepto de género a los senos, del mismo modos modo que les ocurre a los hombres con el pene. El porque a las mujeres se les identifica como tales por los pechos y no por los genitales es por la sencilla razón de que son menos visibles que en el caso de los varones. También por el hecho de haber relacionado desde siempre las mujeres a la maternidad y los pechos como fuente de alimento, como símbolo de vida. En las relaciones heterosexuales es más que conocido el poder de atracción de los senos. Por eso una infinidad de locas se obsesionan en agrandar sus pechos, aún a riesgo de su propia salud, para sentirse más deseadas, porque les da seguridad. No hay nada más fácil para incomodar a una mujer que hacerle sentirse insegura sobre sus senos porque es un modo sutil de poner en duda su feminidad, es decir, su propio concepto como persona. Y todo es fácil, porque pechos hay de distintas formas y tamaños y el hecho de que resulten más o menos atractivos está más en la mirada subjetiva que en ningún tipo de norma.
A veces me pregunto que pasaría si perdiera el pecho. Si perdiera uno sólo se vería a kilómetros porque son de una talla que haría muy evidente la ausencia única de uno de ellos. Siempre he tenido grandes senos. Empecé a desarrollarlos a los diez años pero con trece ya usaba una noventa. Desde el principio siempre supe que serían un modo fácil de atraer a los chicos. Pero claro, siendo rubia y delgada tampoco tenía la certeza de que no fuera mi aspecto de Barbie colegial lo que les atrajera. Un rostro aniñado, con la nariz cubierta de pecas, una larga melena rubia y lisa, a menudo recogida en un par de trenzas, y un par de tetas que se aplastaban contra el uniforme del colegio. Sí, es más que evidente que cumplía todos los requisitos para formar parte de las típicas fantasías masculinas. Luego cambié el uniforme por la minifalda y las botas, las trenzas por el maquillaje y la actitud inocente por la provocación. También tenía cierto atractivo, es obvio, pasar de colegiala a fauna de discoteca. Pero luego cuando me operaron y empecé a engordar ya no me sentía tan cómoda con mi cuerpo y mi vestuario se modificó. Perdí la seguridad que me daba mi aspecto y entré en una dinámica de perenne metamorfosis, siempre buscando una imagen de mí misma que me devolviera esa sensación de poder que da el sentirse atractiva. Y no tenía nada que ver con que mi éxito hubiera disminuido sino con la percepción mental que yo tenía de mi aspecto y de lo que se considera atractivo en la sociedad. Pero algo evidente se me escapaba y el darme cuenta me hizo recuperar una pequeña parte de la confianza. Todavía tenía un anzuelo que hacía caer a los peces en mi red. Y no era mi encanto personal ni mi personalidad poliédrica sino los dos pedazos de carne que colgaban un palmo por debajo de mis hombros. Al aumentar mi peso, también aumentó el tamaño de mis pechos y sorprendentemente eso resultaba más atractivo para los hombres que mi canijo cuerpo de adolescente. Eso sí, tenía que mantener la boca cerradita y no demostrar madurez ni inteligencia, eso no es sexy. Pero rubia y con un buen par de tetas, podía ligar con el chico que quisiera. Se me hacía muy absurdo. Pero me daba cuenta de como, el día que llevaba escote, nadie me miraba a los ojos y eso hizo que volviera a mi tono provocador y a mi actitud confiada... ¿Perdería eso si perdiera mis pechos? ¿Volvería a sentirme una enana gorda? ¿Me sentiría invisible entre los hombres como ya me siento entre las mujeres?
La que me mira desde el espejo se desnuda de cintura para arriba y se hace una auto-exploración de mamas.
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