Poner la otra mejilla
Va en contra de mi naturaleza. No importa cuantas veces lo intente. Me preparo para que no me ofendan pero, cuando lo hacen, me desconcierto y me desbarato, incapaz de razonar. Tras el shock inicial paso por las fases típicas: niego los hechos, los asumo, me culpabilizo por mi ingenuidad o mi exceso de confianza, detecto el grado de culpabilidad ajeno, maquiavelizo una venganza...
Normalmente, cuando alguien abusa de mi confianza o me demuestra de algún modo desinterés o falta de respeto, suelo sentirme rechazada, humillada y culpable. En cierto modo me culpo de no ser lo bastante hábil como para detectar el tipo de personas que me pueden hacer daño o las situaciones en las que puedo salir perdiendo más. El hecho de no conseguir que otra persona se interese lo bastante por mí como para mostrar unos mínimos de respeto y consideración, me hacen encogerme como un gusano. Eso hace que a veces, yo misma me humille tratando en vano de llamar la atención ajena o que malgaste mi energía preocupándome por gente a quien no le importo lo más mínimo.
Luego me enfado yo sola y me siento estúpida y ridícula. Me juro que no me va a volver a pasar y que me vengaré terriblemente. Bien sé que mi naturaleza pacífica (y un voto de no violencia que le hice a mi loca favorita hace unos años) me impiden vengarme, ni tomar ningún tipo de acción física en contra de quien me hiere. Entonces me repito como un mantra que, ya que me han ofendido una vez, no dejaré que me ofendan más. Esta es la última vez. Pero deben ser los restos de mi educación católica que me han dejado algún tipo de poso perverso y me obligan siempre a poner la otra mejilla. Eso siempre es un error. La primera te la dan por ingenuo, por no verla venir, pero si pones la otra mejilla, la segunda te la dan por idiota, por no apartarte a tiempo, por venirla a buscar.
Quien quedó conmigo el domingo y me dejó plantada, me ha enviado hoy dos sms disculpándose. No sé que tipo de respuesta esperaba aunque imagino que la mía no ha debido de gustarle. Tampoco a mí me gustó esperar un domingo de resaca en la calle, pasando frío durante más de cuarenta minutos sin que se tomara la molestia de avisarme de que no vendría. Y más después de lo que había insistido en quedar conmigo.
Al final, lo de siempre, la gente de la noche siempre es igual. No te puedes fiar de nadie y no vale la pena intentar forjar ningún tipo de vínculo con ellos. Todo lo que parece que puede interesarme de una persona o que a una persona pueda interesarle de mí, se desvanece en cuanto el efecto del alcohol y otras sustancias desaparece.
La que me mira desde el espejo me acaba de knockear con un doble crochet.
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