Me levanto con una resaca brutal. Más que levantarme ha sido como caer de la cama, del lecho al techo, y arrastrarme hasta el teléfono en busca de un salvavidas. Es raro porque ayer tampoco bebí tanto. Supongo que fue la euforia.
Me voy a La Seu con un amigo para el habitual granizado de naranja, deseando que llegue el invierno porque hoy me apetecía más un suizo, peor soy una chica de costumbres y me tomo el granizado de rigor. En un momento en que mi acompañante se va al baño, no puedo evitar enviarle un sms para desearle suerte en los exámenes. Todo estaría bien si ella no me hubiera contestado diciéndome que yo no estaba en internet. Claro, soy idiota y acabo llamándole.
Al principio es la charla habitual, la cortesía del "hola, ¿qué tal?" y el "deberías estar estudiando" pero me impaciento porque sé que me esperan en el café y la gente de la terraza me mira pasear arriba y abajo con el teléfono y cada dos por tres pasa alguien conocido. Me pongo nerviosa y la resaca se apodera de mí. Me acabo poniendo borde. No puedo evitarlo.
Cuando llego a casa me siento mal y le llamo (otra vez) para disculparme. Realmente no quiero disculparme pero me da rabia que mi estado de ánimo me haga sacar una lista de reproches que no venían a cuento. Así no voy a predisponerme para darle la oportunidad de volver a ser amigas. Pero así soy y me cuesta abrir las puertas cuando ya las he cerrado.
La que me mira desde el espejo se ha dado la vuelta.
Kontuz Kotzebue escribe para The Eclectic Library
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